Vuelo Nocturno by MikkoLagerstedt-IV- Vuelo Nocturno by MikkoLagerstedt-IV- (1) Vuelo Nocturno by MikkoLagerstedt-IV- (2)

Rivière miraba a Pellerin. Cuando éste, dentro de veinte minutos, descendiese del coche, se perdería entre la muchedumbre con un sentimiento
de lasitud y pesadez.
Pensaría tal vez: «Estoy cansado… ¡Cochino oficio!»
Y a su mujer le confesaría algo como: «Se está mejor aquí que sobre los Andes.»
Pero no obstante, se había casi desprendido de él todo lo que los hombres estiman de modo singular: acababa de conocer su miseria.
Acababa de vivir unas horas sobre la otra faz de la decoración, sin saber si le sería permitido hallar de nuevo esa ciudad, con sus luces.
Si encontraría incluso, amigas de la infancia, enojosas pero queridas, esas pequeñas debilidades del hombre.
«En toda multitud hay hombres —pensaba Rivière— a quienes nadie distingue, pero que son prodigiosos mensajeros. Y ni ellos lo saben. A menos que…»
Rivière temía a ciertos admiradores: sus exclamaciones disminuían al hombre, falseaban el sentido de la aventura, cuyo carácter sagrado no comprendían.
Pero Pellerin guardaba aquí toda su grandeza de saber simplemente, mejor que nadie, lo que vale el mundo entrevisto bajo cierta luz, y de rechazar las aprobaciones vulgares con un rudo desdén.
Rivière le felicitó: «¿Cómo os las habéis arreglado?» Y lo estimó por hablar en términos del oficio, por hablar de su vuelo como un herrero de su yunque.
Pellerin explicó primero su retirada cortada.
Casi se excusaba: «Así, pues, no pude escoger.» Después, no había visto nada más; la nieve le cegaba.
Pero las violentas corrientes de aire le habían salvado, levantándolo a siete mil metros. «Seguramente durante toda la travesía, me he mantenido a ras de las crestas.» Habló también del giróscopo, cuya entrada de aire sería preciso cambiar de sitio: la nieve la obturaba: «Se forma escarcha.» Más tarde, otras corrientes habían derribado a Pellerin, que no comprendía cómo, a tres mil metros, no se había estrellado contra nada.
Es que volaba ya sobre la llanura.
«De repente me he dado cuenta de ello, al irrumpir de improviso en un cielo puro», explicó, finalmente, que en aquel instante había tenido la impresión de salir de una caverna.
—¿Tempestad también en Mendoza?
—No, he aterrizado con cielo limpio, sin viento. Pero la tempestad me seguía de cerca.
La describía porque, decía, «a pesar de todo era extraña».
La cima se perdía, muy alta, en las nubes de nieve, pero la base rodaba sobre la llanura
como si fuese lava negra. Una a una, las ciudades eran tragadas: «Jamás lo había visto…» Luego se calló, embargado por algún recuerdo.
Riviere se volvió hacia el inspector.
—Es un ciclón del Pacífico; se nos ha prevenido demasiado tarde. Esos ciclones, no obstante, nunca van más allá de los Andes.
Nadie podía prever que el de ahora proseguiría su marcha hacia el Este.
El inspector, que nada sabía de ello, aprobó.
El inspector parecía titubear; se volvió hacia Pellerin, y agitóse la nuez en la garganta, pero guardó silencio. Después de reflexionar, mirando de nuevo
recto ante él, recobró su melancólica dignidad.
La arrastraba consigo, como un equipaje, esa melancolía. Desembarcado la víspera en Argentina, llamado por Rivière para imprecisas tareas, estaba
embarazado con sus grandes manos y con su dignidad de inspector. No tenía derecho a admirar ni la fantasía, ni la inspiración: por su profesión, admiraba la puntualidad. Sólo tenía derecho a beber un vaso en compañía, a tutear a un camarada, y a aventurar un juego de palabras, cuando, por una casualidad inverosímil, se encontraba, en la misma escala, con otro inspector.
«Es pesado ser juez», pensaba.
En realidad no juzgaba, sólo meneaba la cabeza. Ignorándolo todo, meneaba la cabeza, lentamente, ante lo que encontraba, fuese lo que fuese.
Esa actitud desazonaba a las conciencias negras y contribuía a la buena conservación del material. No era amado, pues un inspector no ha sido
creado para las delicias del amor, sino para la redacción de informes. Había renunciado a proponer en ellos métodos nuevos y soluciones técnicas, desde que Rivière había escrito: «Se ruega al inspector Robineau que no nos mande poemas, sino informes. El inspector Robineau utilizará felizmente su competencia, estimulando su celo personal.» Y así se lanzó desde entonces, como sobre su pan cotidiano, sobre las flaquezas humanas: sobre el
mecánico que bebía, sobre el jefe de aeropuerto que pasaba noches toledanas, sobre el piloto que rebotaba al aterrizar.
Rivière decía de él: «No es muy inteligente; por eso presta grandes servicios.» Un reglamento hecho por Rivière era, para Rivière, conocimiento
de los hombres; mas para Robineau no existía nada más que un conocimiento del reglamento.
«Por todas las salidas retrasadas, Robineau —le había dicho un día Rivière—, debéis descontar las primas de exactitud.»
«¿Incluso en caso de fuerza mayor? ¿Incluso debido a la niebla?»
«Incluso debido a la niebla.»
Y Robineau sentíase orgulloso de tener un jefe que, por severo, no temía ser injusto. De ese poder, a tal extremo ofensivo, sacaba él mismo cierta
majestad.
«Han dado ustedes la salida a las seis quince —repetía más tarde a los jefes de los aeropuertos—, no les podremos pagar su prima.»
«Pero, señor Robineau, a las cinco y media ¡no se veía ni a diez metros!»
«Es lo que dice el reglamento.»
«¡Pero, señor Robineau, no podemos barrer la niebla!»
Y Robineau se atrincheraba en su misterio.
Pertenecía a la dirección. Él sólo, entre esos perinolas, era quien comprendía cómo, castigando a los hombres, se mejoraba el tiempo.
«No piensa nada —decía de él Rivière—; eso le evita pensar mal.»
Si un piloto destrozaba un aparato, aquel piloto perdía su prima de conservación.
«Pero ¿y cuando la avería ha tenido lugar encima de un bosque?», se había informado Robineau.
«Encima de un bosque, también.»
Y Robineau se lo tenía por dicho.
«Lo deploro —contestaba más tarde a los pilotos, con viva embriaguez—; lo deploro infinitamente; hubiese sido preciso tener la avería en otro lugar.»
«Pero, señor Robineau, ¡no se puede escoger!»
«Lo dice el reglamento.»
«El reglamento —pensaba Rivière— es como los ritos de una religión, que parecen absurdos pero forman a los hombres.» Le era igual que lo
tuviesen por justo o por injusto. Tal vez estas palabras ni siquiera tenían sentido para él. Los pequeños burgueses de las pequeñas ciudades dan
vueltas, en el crepúsculo, alrededor de su quiosco de música y Rivière pensaba: «¿Justo o injusto, con respecto a ellos?; esto carece de sentido:
ellos no existen.» El hombre era, para él, cera virgen que se debía moldear.
Se debía dar un alma a esa materia, crearle una voluntad. No creía esclavizarlos con dureza, sino lanzarlos fuera de ellos mismos. Si castigaba todo
retraso, cometía una injusticia, pero dirigida hacia la salida, la voluntad de cada escala creaba esa voluntad. No permitiendo que los hombres se
regocijasen por un tiempo cerrado, como si fuera una invitación al reposo, los tenía pendientes de que clarease; y la espera humillaba secretamente
hasta al más oscuro peón. Se aprovechaba así la primera imperfección de la armadura: «Despejado en el Norte, ¡listos!» Gracias a Rivière, sobre quince mil kilómetros, el culto al correo lo dominaba todo.
Rivière algunas veces decía:
«Esos hombres son felices, porque aman lo que hacen, y lo aman porque soy duro.»
Tal vez hacía padecer, pero también proporcionaba a los hombres armados grandes alegrías. «Es preciso empujarlos —pensaba— hacia una vida fuerte, que entrañe dolores y alegrías, pero es la única que vale.»
Como ya el coche entraba en la ciudad, Rivière mandó que los condujeran a las oficinas de la Compañía. Robineau, que se había quedado solo con
Pellerin, miró a éste, y entreabrió los labios para hablar.
-Antoine de Saint-Exupéry

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